Dejando todo atrás, ese era mi pensamiento mientras volaba desde mi país hasta Angola, allí me esperaba mi nueva vida ¡Mi misión!. Pero sin dejar de pensar en tantos recuerdos de la casa provincial, tantas alegrías con mis hermanas y los niños que empezaba a ver crecer en el colegio. ¡Los bizcochos que hace Marta! ¡Los buenos días con la sonrisa más alegre de María con noventa años! ¡Cuánto voy a extrañar todo esto!.
Llegué a Luanda, mi primera impresión fue la de una ciudad un tanto melancólica, posiblemente era cosa mía. Me puse andar tirando de mi maleta, mirando aquel cielo, me sorprendió bastante la iglesia de Nossa Senhora de Nazaré y la de Nossa Senhora dos Remedios, los dos edifícios religiosos más antiguos. ¡También que haya hombres por las calles haciendo manicura y pedicura la verdad!.
Internado de Santa Bakita, ese era mi destino final después de el largo viaje. Me recibieron con muchísima alegría, las hermanas rebosaban felicidad y me arropaban de abrazos y bienvenidas. Mi corazón ya se sentía un poco más en casa.
Al día siguiente me enseñaron el colegio Madre Trinidad, ver correr a todos aquellos niños, jugar, saludarme con tanto cariño me llenaba más y más el corazón.
A mediodía fuímos al Centro de niñas “Santa Bakita”, allí había un montón de niñas sentadas escuchando con atención a una de las hermanas. En este centro viven alrededor de cincuenta niñas que provienen de familias desestructuradas, reciben educación, alimentación, un lugar donde vivir y por supuesto muchísimo amor.
Llegó la hora de comer y una de las hermanas me preguntó en portugués:
-¿Qué tal? ¿Cómo te estás integrando?.
-Despacio la verdad todo es nuevo para mí, desde los olores hasta la comida extraño. -Respondí.
-Eso es normal, a todas nos pasa, es un proceso personal, pero sabes que aquí nos tienes ¡Yo la primera!, para que hablemos cada vez que lo necesites. -Contestó ella
Minutos después me quedé sola pelando un plátano, pensando y agradeciendo a Dios la oportunidad que me había dado, a pesar de mi melancolía aún presente. Una niña que había estado todo el tiempo sentada muy cerca de mí se me acercó ofreciéndome una fruta que jamás habá visto.
-Para ti. -Dijo en portugués.
-¿Para mi?
-Sí, es para que no estés triste. -Respondió mientras movía sus trenzitas.
-Gracias. -Dije. Y se fue.
Al rato volvió la hermana con la que estaba hablando y me preguntó asombrada:
-¿Y esa Pitanga?.
-¿Esto? -Respondí enseñando la fruta.
-Casi nunca hay, de hecho hoy es un día especial y las que han venido se las han comido las niñas de postre…¡A una cada una han tocado!. -Me dijo.
Entonces me quedé muda, mire a aquella Pitanga y sonriendo comprendí…¡Qué grande es Dios!
Fuí hasta donde estaba la niña, me agaché a su altura, le dí su fruta y mirandole a los ojos exclamé: ¡Para tí!.
-¿Ya no estás triste?. -Me preguntó.
-No, ya no estoy triste. Echaba de menos a mis hermanas y mis niños del antiguo colegio en mi país, pero me he dado cuenta que aquí, tengo hermanas y niñas muy buenas. -Le dije.
Ella dió un mordisco a aquella pequeña fruta, y me ofreció la parte restante que cogí con mucho gusto y respondí: ¿Lo ves? -Nos reímos las dos.