Cuando pienso en mi historia, el adjetivo que me viene siempre a la cabeza es “normalidad”. Mi vida está llena de normalidad, o al menos de lo que he vivido siempre como normal. Nací en Bilbao en una familia en la que fui querida, cuidada, acompañada… soy la segunda de cuatro hermanos. He crecido entre valores cristianos, entre gente buena, en una familia, donde, si bien, no teníamos prácticas excesivamente piadosas, sí valorábamos la participación en la Misa dominical y nos inculcaban desde pequeños la costumbre de terminar el día con una breve oración antes de dormirnos, pero sobre todo, el amor al prójimo y el hacer el bien siempre que se pudiera. Más allá de eso, una vida bañada en su cotidianidad por ciertos ambientes religiosos, el colegio, los grupos parroquiales en los que cada uno según nuestra edad participábamos, sin faltar los amigos, las fiestas y celebraciones familiares, la pasión por la vida, la música, la naturaleza, en definitiva, la belleza en cualquiera de sus expresiones. Y, eso sí, una cierta incomprensión por mi parte, cuando le oía decir a mi madre que para ella el más importante en la vida era Dios…
Y en esta rutina diaria se fue colando, en mis años de colegio, una amistad con las que desde los diez años, fueron mis educadoras y acabaron siendo mis amigas… las “monjas” de mi colegio, el Madre de Dios.
Y creo que básicamente estos son los dos vínculos de los que Dios se valió para llegar a mi corazón, la presencia de Dios en mi familia y la amistad con aquellas que le servían con alegría y entrega en su vocación educadora en el colegio. Ah, y mi amiga Carolina, que fue quien me acercó a las hermanas fuera del horario escolar, que es donde se forjan las verdaderas amistades…
Sin embargo, nada hacía presagiar, al menos para mi, que este fuera a ser mi camino. Siempre había querido ser médico, vocación, que aún hoy me encanta… y nunca me planteé ser otra cosa, llegando, incluso a no comprender cómo mi mejor amiga, iba a ser capaz de entrar al noviciado, que para mí era algo impensable…
Pero así es Dios de sorprendente. Sin darnos cuenta nos va llevando por su camino.
No puedo decir que haya habido grandes revelaciones, momentos impactantes, señales luminosas… no, siempre todo muy “normal”… Y dentro de esta normalidad, me fui sintiendo cada vez más identificada con las hermanas, con su vocación, con su misión… sobre todo me gustaba estar con ellas y estar con Él en la capilla cuando iba a visitarlas. Me fui enamorando…
Siempre había dicho que aquello no era para mi, que no quería ser monja, quería ser médico, hasta que empecé a darme cuenta de lo que estaba pasando y pasé, aunque no sin resistirme, del ¿por qué yo? al ¿por qué no? Porque la verdad era que en el fondo aquella vida me atraía.
Y desde entonces, me he limitado a estar disponible. De manera natural se fueron creando unos vínculos con la Congregación, que hoy en día son tan fuertes como los de mi propia familia. Me he acostumbrado a confiar en Él y a decirle que sí… y hoy, más de treinta años después, puedo decir que no me arrepiento. Que por cada sí, que yo le doy Él me da mucho más. Que me ha llevado por el mundo, me ha puesto a prueba, me ha exigido superarme varias veces, pero nunca me ha dejado sola, y que me hace inmensamente feliz.
Sigo disfrutando de lo bello, de la música, de la naturaleza, de la amistad, solo que ahora, lo hago más conscientemente y en compañía de quien es el origen de esta belleza, con la certeza de que está conmigo siempre (Mt 28, 20) y con la confianza de que quien comenzó esta obra buena la llevará a su plenitud. (Fil. 1,6).